jueves, 11 de agosto de 2011

Heike Monogatari

Aunque desconocida en gran medida en Occidente, Japón posee una tradición histórico-literaria de primer nivel, conformada por obras que relatan desde los míticos orígenes del país nipón hasta la era moderna. Tienen preferencia por la violenta época medieval, cuando nació la figura del samurai, el guerrero japonés. Serían algo cercano a los cantares de gesta o las sagas nórdicas, aunque hay que decir que estas crónicas figuran entre lo más granado de la literatura japonesa.

Taira no Kiyomori, el hombre que tuvo a Japón en su mano pero provocó la caída de su familia.

El Heike Monogatari, probablemente la saga más importante de la historia nipona, se ocupa de la convulsa etapa final de la era Heian, que desembocaría en el establecimiento del shogunato como forma de gobierno. Relata el ascenso y sobre todo, la pavorosa caída del clan de los Taira (o Heike), que pasó de acaparar todo el poder en el Japón medieval a ser exterminado hasta su último miembro.

Es una obra inmensamente rica y compleja. Combina momentos de gran tensión dramática o trepidante dinamismo con escenas francamente líricas y delicadas. Para el lector occidental puede ser algo difícil comprender la psicología de los personajes, tan diferente de la nuestra en ocasiones, pero estamos hablando de una obra maestra de la literatura universal; conforme nos sumergimos en el mundo que nos describe, esta barrera tiende a desaparecer, y no cabe más que rendirse ante la belleza y fuerza del texto.

El Heike Monogatari es ante todo una gran tragedia con personajes perfectamente dibujados: el soberbio primer ministro Kiyomori, que atraerá la ira divina con su orgullo desmedido y provocará la caída de su clan, aunque no vivirá para presenciar el desastre final, al igual que su prudente hijo Shigemori, que no podrá evitar los abusos de su padre y morirá con la certeza de que sus hijos sufrirán el castigo destinado a una estirpe maldita. No es la única figura trágica del relato: recordemos a Shigehira, que morirá ejecutado por pecados que nunca quiso cometer o al pequeño emperador Antoku, que desaparece en las olas del mar en Dan-no-ura (1185) durante la batalla que decidirá de una vez por todas la terrible guerra. Es este uno de los momentos más bellos y trágicos de la historia, donde el poeta da lo mejor de sí mismo y alcanza una de las cimas de la literatura de todos los tiempos.

El desgraciado emperador niño Antoku pagará con su vida el pertenecer a un clan maldito.

Curiosamente son los vencedores Minamoto a menudo personajes más prosaicos (y antipáticos) que sus enemigos vencidos. El calculador Yoritomo se convertirá en el nuevo dominador de Japón y exterminará con fría crueldad a los últimos Taira supervivientes, olvidando incluso las más elementales reglas del honor. Su ambición alcanzará también a sus hermanos Noriyori y Yoshitsune, el joven general que había puesto el imperio en sus manos.

El ritmo de la narración no es uniforme y frecuentemente el autor nos lleva por senderos más apartados de la historia principal que nos permiten vislumbrar la mentalidad profundamente religiosa del Japón de su tiempo, así como la delicadeza de sentimientos y profunda educación que se le exigía a las clases altas por aquel entonces.

Asesinatos horrorosos y sublimes actos de generosidad y heroísmo. Momentos de profunda sensibilidad antes de emprender el combate más frenético. Piedad filial y la traición más oscura. La paz eterna del apartado santuario y la violencia más cruda ejercida por bonzos y teóricos ascetas. Poemas de amor y chistes groseros lanzados al enemigo. Todo esto lo podemos encontrar en esta épica historia.

Dan-no-ura, la batalla final.

El libro comienza con el tañido de la campana del monasterio de Gyon y finaliza con la triste y oscura muerte de la ex-emperatriz Kenreimon-in, madre del pequeño emperador difunto y última superviviente de los Heike. El autor cierra el círculo y deja que su historia se desvanezca en un silencio desolador, como añorando unos tiempos que ya nunca habían de volver. La época de esplendor del Japón budista.

lunes, 1 de agosto de 2011

El Rey de Castilla es condenado en Juicio Divino

El siglo XIV es un siglo turbulento en la historia de España, y especialmente en la de Castilla, donde una nobleza turbulenta aprovechó las circunstancias para socavar el poder de los monarcas. Efectivamente, tras la temprana muerte del Impulsivo Sancho IV, la corona recaerá en las sienes de un niño de diez años. El joven Fernando IV sólo gozará de la protección de su madre María de Molina, reina inteligente y de fuerte voluntad, pero que poco podía hacer frente las ambiciones de los grandes del reino, encabezados por los propios parientes del monarca, los infantes Juan el de Tarifa, un traidor que sólo pretendía usurpar el trono, y Enrique el Senador, un viejo hijo del rey Fernando III el Santo que pretendía pescar en aguas revueltas, tras una vida errante.

Muerte de Fernando IV el Emplazado, cuadro de Casado del AlisalPasaron los años entre querellas, sublevaciones y componendas varias de los nobles para repartirse tierras y prebendas. La reina María gobernaba con suma habilidad a pesar de los múltiples obstáculos. Mientras, el joven monarca llegó a la mayoría de edad. No fue esto ningún alivio para el reino, pues fue una persona de carácter débil, siempre dispuesto a dejarse influir por los que le rodeaban. María de Molina siguió protegiendo la integridad de la corona que el irreflexivo comportamiento de su hijo ponía constantemente en peligro.

Fernando IV fue un rey mediocre que murió en plena juventud. La historia no le recordaría sino fuera por la leyenda que rodea su muerte. Ha pasado a la posteridad como Fernando el Emplazado. Ahora sabremos el porqué:

Estando el rey en Palencia, llegó a sus oídos la noticia del asesinato de uno de sus más privados, Juan Alonso de Benavides. Las sospechas recayeron en dos hermanos, Juan Alfonso y Pedro Alfonso de Carvajal, ambos caballeros de Alcántara. Tras su campaña andaluza, el rey se acercó a Martos y ordenó prender a los Hermanos Carvajales. Sin atender a sus protestas de inocencia, mandó encerrarlos en una jaula de hierro y arrojarlos por la Peña de Martos. Los hermanos, antes de morir le emplazaron a comparecer ante Dios en el plazo de 30 días, para rendir cuentas por una condena tan injusta.

Ejecución de los Hermanos Carvajales, según un grabado decimonónicoEfectivamente, pasado un mes exactamente desde estos sucesos, el rey era encontrado muerto en su tienda con gran sorpresa de toda la corte. El cronista lo relata de esta manera:

“É el Rey estando en esta cerca de Alcaudete, tomóle una dolencia muy grande, e affincóle en tal manera, que non pudo y estar, e vínose para Jaen con la dolencia, e no se queriendo guardar, comía carne cada día, e bebía vino...E otro día jueves, siete días de setiembre, víspera de Sancta María, echóse el Rey a dormir, e un poco después de medio día falláronle muerto en la cama, en guisa que ninguno lo vieron morir. É este jueves se cumplieron los treynta días del emplazamiento de los cavalleros que mandó matar en Martos...”

Por supuesto, los expertos modernos atribuyen esta muerte a causas como una trombosis o hemorragia cerebral, aunque no se ha podido determinar con seguridad. El rey solo tenía 27 años. Fue enterrado en Córdoba, donde todavía se puede ver su sepulcro en la iglesia de San Hipólito. El calor recomendó no trasladar el cuerpo a Sevilla o Toledo, donde se hallan enterrados sus antecesores. Castilla se vio de nuevo sumida en una nueva y turbulenta minoría, pues el nuevo monarca era un niño de un año de edad, Alfonso XI el Justiciero, llamado así porque cuando creció fue muy diferente en carácter a su padre, pues conseguiría meter en vereda a los nobles y relanzar el poderío real.

Moneda de Fernando IV