lunes, 25 de junio de 2012

Leyendas griegas: Nauplio y Palamedes

La epopeya troyana es de sobra conocida por la inmensa mayoría del público; incluso se han hecho unas cuantas películas con lo más granado del star system hollywoodiense. Lo del Caballo de Troya es un lugar común, incluso entre personas que realmente desconocen de donde proviene la expresión. Pero dejando a un lado la trama principal de la historia, encontramos narraciones paralelas desempeñadas por personajes a veces bastante desconocidos. Uno de estos “spin-offs homéricos” está protagonizado por el astuto Palamedes, al que toda su sabiduría no le sirvió para ponerse a salvo de la venganza del todavía más taimado Ulises.

Nuestro héroe era, junto a Éax y Nausimedonte, uno de los tres hijos de Nauplio. También era primo del rey Menelao de Esparta y su principal consejero. Fue él quién consoló al desesperado monarca cuando el troyano Paris raptó a su esposa Helena. Asimismo formó parte de la embajada griega (junto a Ulises y el propio Menelao) que llegó a Troya para reclamar a la prófuga y arreglar el asunto de manera amistosa.

Efigie de Palamedes en un grabado antiguoComo es sabido, fracasaron en su misión y la guerra quedó declarada. Llegó el momento de reclamar la comparecencia de los aliados. Por desgracia, no todos parecían muy dispuestos a empuñar la lanza por una afrenta que en el fondo sólo afectaba al honor de los Tindáridas (o sea, los hijos del rey Tindáreo, Menelao y Agamenón). El más remiso fue Ulises (Odiseo para los griegos) que recurrió a una de sus habituales tretas: se fingió loco, y para demostrar de desvarío, unció a su arado a un buey y un asno, y se puso con ellos a sembrar de sal sus campos. El truco no engañó a Palamedes, que desbarató el numerito de Ulises colocando Telémaco, el pequeño hijo de éste, en el camino del arado. Por supuesto, el padre se detuvo para no matar al infante, y se descubrió como más cuerdo de lo que quería aparentar. Ulises tuvo que ir a la guerra contra su voluntad, pero nunca olvidó la afrenta de Palamedes, que pagaría su astucia con creces.

Palamedes, en la idealizada versión de CanovaYa en tierras de Ilión, Palamedes fue uno de los principales jefes griegos en la primera fase de la guerra. Con su sabiduría habitual mantuvo la moral de las tropas a pesar de los presagios adversos y fue capaz de garantizar el suministro de vituallas en territorio enemigo, cuando el propio Ulises había fracasado miserablemente en esta misión. El era el principal consejero de los grandes reyes, y esto parecía protegerle de la inquina de sus enemigos, que deseaban su destrucción a pesar de todas sus buenas acciones. La tradición griega hace de él el inventor de algunas letras del alfabeto (se dice que inventó la Y al ver una bandada de grullas en el cielo), o de otras cosas útiles para la humanidad, como los números, la balanza, los dados o el juego de damas y una versión primitiva del ajedrez. Es uno de los sabios por antonomasia de la tradición helena. Su recuerdo llega a la actualidad, pues su nombre lo lleva una mariposa, obras de arte como una estatua de Antonio Canova y diversas publicaciones relacionadas con el ajedrez.

El genio maléfico de Ulises acabó por imponerse, que organizó un elaborado complot para provocar la caída definitiva de su íntimo enemigo. Obligó a un prisionero frigio a componer una supuesta carta del rey Príamo de Troya en la que éste agradecía los servicios prestados por Palamedes. Después de matar al prisionero para no dejar testigos, hizo circular la carta por el campamento griego. Remató la faena sobornando a uno de los servidores de su rival para que escondiese oro y diversas alhajas bajo la cama de su amo. De nada le sirvieron sus buenos servicios al príncipe: fue condenado por el consejo de los reyes y lapidado por todo el ejército.

La sangre del inocente revertiría sobre la cabeza de sus verdugos. Nauplio, el padre del ajusticiado, no tardó demasiado en enterarse de la injusta muerte de su hijo. Se presentó en el campamento exigiendo justicia y clamando venganza, pero sus exigencias no fueron satisfechas en absoluto. Mal hicieron los griegos en no atender al indignado anciano, pues este no era un cualquiera: en su juventud había sido uno de los Argonautas, y llegó a pilotar la nave Argos en la parte final del viaje. Además era conocido como un experto navegante, y era tan astuto o más que su hijo.

Palamedes ante Agamenón en una temprana (y anacrónica) obra de Rembrandt

El viejo, despechado, comenzó un tour por todas las cortes griegas, donde esperaban las esposas de los reyes el regreso de sus maridos. A todas les contó que sus esposos habían encontrado nuevas esposas en tierras troyanas, y que pensaban traerlas con ellos a su regreso. Algunas de las mujeres se suicidaron de desesperación, pero otras, como Clitemnestra, la esposa de Agamenón, Meda, la de Idomeneo de Creta o Egialea, la de Diomedes (uno de los principales instigadores de la muerte de Palamedes) prepararon a sus esposos un amargo regreso. Para unos fue la más ignominiosa de las muertes, para otros consistió en verse expulsados de su patria y convertidos en foragidos. Irónicamente, fue Penélope, la esposa de Ulises, la única que no cayó en el engaño de Nauplio y siguió siendo fiel a su esposo.

Pero Nauplio también se vengó de los griegos de formas más directas. Cuando éstos regresaban victoriosos y cargados de riquezas a sus casas, el anciano se apostó en el cabo Cafareo y encendió una gran hoguera. Las naves de los dánaos (otro nombre de los griegos de entonces) se dirigieron hacia los acantilados, pensando que era puerto seguro. La mayoría de ellas se hundieron en lo más negro del mar junto con gran parte del botín.

Tal fue la terrible venganza de Nauplio, que así castigó la iniquidad de los griegos.

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